miércoles, 19 de diciembre de 2007

El derecho a decidir

Sumergidos ya en pleno siglo XXI, una vez más se constata la posición de desigualdad en la que las mujeres nos encontramos en cuanto a reconocimiento de derechos y al ejercicio de los mismos. Desde 1985 nos vemos encadenadas a una ley del Aborto que impide a las mujeres ejercer el derecho sobre su propio cuerpo. Pese a que alguno me acusará de demagoga utilizo un paralelismo ejemplizante. Un individuo puede durante 40 años fumar y atentar así de manera consciente y reconocida por la comunidad cientifica contra su propia salud y poner en riesgo de grave enfermedad y posible muerte su vida, puede además poseer hábitos de vida manifiestamente insanos de modo voluntario: colesterol, sedentarismo, consumo de drogas o alcoholismo, pero sin embargo, si una mujer desea interrumpir su embarazo, surgen los que apelan al derecho a la vida de algo sobre lo que comunidad cientifica no se pone de acuerdo para denominar como vida o no.
El aborto esconde detrás un profundo cinismo y una hipocresía vergonzosa. Por un lado, las apelaciones al derecho a la vida, que como tal chocarían siempre con los tres supuestos que la ley contempla para interrumpir el embarazo. Resulta contradictorio, no se permite una nueva ley de plazos pero la vida no es considerada como tal, y por tanto susceptible de acabar con esa vida, si el embarazo supone un grave riesgo para la salud física o psíquica de la madre, si el embarazo es consecuencia de una violación o si se presume que el embrión posee graves taras físicas o psíquicas.
En estos tres casos, el derecho a la vida al que apelan algunos se entenderá por tanto como menos derecho. El problema es que los derecho no pueden ser relativos, o son derechos o no lo son.
Alrededor del 97% de los abortos realizados en España atienden al tercer supuesto. Todos sabemos que es este al que se recurre en caso de embarazo normal donde la mujer no desea continuar con él. Tras un examen psicológico condicionado y falso que asegura el grave trastorno para la salud psíquica de la mujer se alberga la interrupción del embarazo mientras servicio de salud, gobiernos y ciudadanos nos quedamos tan anchos.
Por un lado, se obliga a la mujer a sufrir el trance y la humillación que suponen explicar su caso a varios profesionales, lo que sumado a la firma de un consentimiento donde se explica detalladamente los riesgos que la intervención supone (hemorragia, perforación de útero, esterilidad, desgarros, etc) contribuye a aumentar el sufrimiento que implica para la mujer la propia decisión, pese a que muchos se empeñen también en obviarlo.
Por otra parte, la mujer que decide abortar bajo el supuesto que sea no puede acudir a la sanidad pública debido a que ésta no presta el servicio de interrupción del embarazo, sino que paga a clínicas privadas por realizarlo . Es decir, la sanidad que financiamos entre todos no ampara los gastos que la interrupción del embarazo supone, razón que lleva a que sólo las mujeres que puedan disponer del dinero necesario podrán ejercer el derecho a abortar. Volviendo al paralelismo inicial, un fumador con cáncer de pulmón, será sometido a las pruebas diagnósticas necesarias y recibirá el tratamiento que su enfermedad requiera, sin embargo, una mujer para poder interrumpir su embarazo se ve obligada no sólo acudir a clínicas privadas donde la economización de los recursos se antepone en muchos casos, a la calidad asistencial sino además, a financiar su propia intervención. Esto tristemente lleva a muchas mujeres con bajos ingresos a recurrir a centros ilegales y a ponerse en mano de individuos que no cumplen con las garantías mínimas de calidad exigidas ante la imposibilidad de costearse la intervención. El aborto debe ser por tanto reconocido como otra práctica sanitaria más.
No en bano, el hecho de que las interrupciones del embarazo recaigan sobre la sanidad privada es consecuencia de la posibilidad de objeción de conciencia de los profesionales sanitarios. La ley del aborto permite a los ginecólogos negarse a realizar una interrupción del embarazo, lo que provoca que haya comunidades autónomas donde ni siquiera existan clínicas privadas donde poder abortar. Resulta sorprendente, ¿acaso nos parecería lógico que un cirujano se negara a operar del corazón a un terrorista con delitos de sangre a sus espaldas?, ¿nos resultaría comprensible que un medico se negara a atender a un paciente con una drogodependencia que él mismo ha buscado? o ya fuera del ámbito médico es aceptable que un alcalde o funcionario público se acoja a la objeción de conciencia para no casar a una pareja homosexual?, ¿o que un abogado de oficio lo haga para no defender a un violador o asesino?.
La ley está coja también en este sentido, no puede ser de ningún modo que un profesional en el ejercicio de su función en el ámbito público, es decir pagado por todos y al servicio de todos haga una interpretación moral para ejercer o no su trabajo. Es evidente, que en el ámbito privado uno puede escoger libremente a quién quiere o no quiere atender y el tipo de práctica a desarrollar, faltaría más, pero resulta inconcebible que en el ámbito de la sanidad pública un profesional pueda negarse a atender a un paciente apelando a criterios morales, no digo ya religiosos o de cualquier otra índole.
Es evidente que la tan necesaria ley que saque del ámbito penal el aborto y reconozca este derecho a las mujeres, debe ir acompañada de una mayor implicación de las instituciones y servicios sociales, para que el aborto sea concebido como una medida de emergencia a la que recurrir de manera responsable cuando otras barreras para evitar un embarazo no deseado han fallado . Esto solo será posible a través de una correcta información y educación sexual y sanitaria temprana. Desestigmatizar así el aborto y entenderlo como una prestación sanitaria libre de juicios morales al alcance de todas las mujeres, con independencia de sus recursos económicos, se establece como una necesidad fundamental que reconozca el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo.

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